viernes, 29 de octubre de 2010

Capítulo cuatro

La joven se apartó el pelo de la cara, se arrodilló junto a la gran chimenea de la biblioteca y encendió la leña con una cerilla. Se sentó frente al fuego y cogió el libro que había dejado a su lado. Lo abrió y lo colocó sobre su regazo. Nunca había tenido una Biblia entre las manos y no sabía cómo empezar. El volúmen parecía ajeno a su contacto y parecía que el papel de cebolla de sus páginas se desintegraría con tan sólo una mirada. Tras haber observado el cuaderno de su madre por tercera vez, se dijo que no podía estar loca y que realmente ella estudiaba los ángeles, aunque Elisabeth nunca había creído en ellos.
La Biblia no relataba mucho acerca de ángeles, a los que se refería como guardianes, y la chica se sintió realmente decepcionada. Esperaba encontrar algo que le sirviese de guía y que le permitiera descubrir qué era lo que atraía tanto a su madre de los ángeles. Una idea iluminó su mente. Quizás una de las hermanas podría ayudarla, ellas sabrían más de cosas celestiales que ella. Pensó en la hermana Emma, ya que era muy religiosa y la única que no la ignoraba, pero no podía decirle nada sin que ella sospechara y preguntara y Elisabeth no estaba dispuesta a desvelar el secreto. También pensó en la madre Josephine. Sí, se lo preguntaría a ella. Seguro que estaba dispuesta a contarle todo lo que sabía, pues estaba a favor de que sus pupilas aprendiesen todo con respecto a la religión cristiana y se suponía que los ángeles formaban parte de ella.
Elisabeth se levantó decidida, con la Biblia bajo el brazo.
Encontró a la madre Josephine en la capilla, rezando junto con otra madre que Elisabeth sólo había visto un par de veces. Sabía que interrumpir un oratorio era una falta de respeto hacia ellas, así que esperó pacientemente a que las mujeres de levantaran, se santiguaran y se volvieran hacia ella, apoyada en el marco de la puerta.
La madre Josephine se despidió cordialmente de la otra mujer con unos besos en las mejillas y sonrió a Elisabeth.
-Buenas tardes, madre Josephine- Saludó educadamente.
-Buenas tardes, me alegra ver que estás bien. He podido observar que hoy se ha saltado el almuerzo.
-Am…sí, lo siento- Tartamudeó ella- pero estaba absorta en un libro y no me he dado cuenta.
-Es gratificador que las jóvenes lean, ¿qué libro era?- Preguntó la madre Josephine condujéndola por los largos y laberínticos pasillos del Saint Mark.
-Esto…- Elisabeth pensó que lo más correcto sería decir la verdad, o al menos en parte- La Biblia, madre. Estaba buscando información a cerca de ángeles, pero en ella se cita muy poco.
La madre Josephine la miró sorprendida por un momento, luego volvió su característica expresión serena y razonable.
-Será mejor que te cuente mientras comes algo.
Elisabeth asintió y dejó que la madre Josephine la arrastra hasta el comedor, a pesar de que no tenía hambre.
La sala no estaba muy llena, tan sólo dos hermanas, así que pudieron sentarse en el sitio favorito de la chica, cerca de la ventana, desde la que se podía ver el enorme patio del colegio, de losas de piedra y hierba muy verde y suave.
-¿Hay algo en la Biblia?- Preguntó la madre Josephine, señalándo el pesado libro, ahora descansando en la mesa frente a Elisabeth.
-Un pasaje en especial- Contestó la chica, cogiendo el volúmen y abriéndolo con especial cuidado- El Génesis, 6.
-¿Me lo puedes leer?
-“Aconteció que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y les nacieron hijas, que viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí mujeres, escogiendo entre todas. Y dijo Jehová: No contendrá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; más serán sus días ciento veinte años. Había gigantes en la tierra en aquellos días, y también después que se llegaron los hijos de Dios a las hijas de los hombres, y les engendraron hijos.”- Elisabeth terminó de leer y cerró el libro, esperando para preguntar a la madre.
-¿Por qué te ha llamado la atención ese pasaje?
-Por lo de los hijos de los ángeles y las humanas- Respondió Elisabeth- ¿Qué son y por qué ya no se mencionan más?
-Son nefilim- La madre Josephine hizo una breve pausa- Son híbridos de ángel y humano, por lo tanto están entre los dos mundos y pueden pasear a sus anchas por los dos mundos. Los ángeles que engendraron hijos con las humanas fueron castigados por el arcángel Miguel, encerrados en un gruta, a la que ahora conocemos como Infierno, Hades, Averno…
-La Cueva de los Caídos- Interrumpió Elisabeth, encajando una ficha de su puzzle mental.
-Exacto. Toda la información que buscas está en el Libro de Enoch. Una novela apócrifa que fue prohibida por la Iglesia por resultar una blasfema hacia Dios, pues Enoch contaba que había estado en el Cielo, había visto a los ángeles y había hablado con nuestro Señor.
-Entiendo, pero. ¿dónde voy a encontrar ese libro?- Preguntó la joven, confusa- Si está prohibido, no estará aquí.
-Cierto, pero quizás deberías mirar mejor en la caja de tu madre- Acto seguido, la madre Josephine le sonrió y se levantó gracilmente. Elisabeth la observó sorprendida mientras se marchaba.
Rebuscó en la caja que le había dado Christelle y extrajo un libro de tapa negra en el que se leía “Libro de Enoch” en grandes y curvilíneas letras plateadas.
La joven lo contempló, perpleja. Se preguntaba inconscientemente una y otra vez cómo había sabido la madre Josephine que aquella caja albergaba un Libro de Enoch, de los pocos que quedarían.
Pasó las páginas con cuidado, saltándose los primeros capítulos. Leyó un punto concreto, en el que Enoch se daba un golpe y, al despertar, se encontró en las mismas puertas doradas del Cielo.
Elisabeth dejó el libro en el suelo pues apenas podía mantener los párpados abiertos de tan cansada como estaba. Se obligó a sí misma a quitarse la ropa y enterrarse entre las frías sábanas, apagando la luz y acomodándose en ellas, envolviéndose en su viejo camisón.
Se prometió seguir buscando al siguiente. Sin querer recordó el dibujo del ángel que había hecho su madre tiempo atrás. A pesar de que el rostro estaba confuso, Elisabeth no oprimió la idea de que extrañamente le resultaba familiar y las alas parecían tan reales que la chica imaginó por un momento que el ángel caído estaba posando para Marina. Desechando ese pensamiento, se dio la vuelta y se dejó caer a la deriva del sueño, siendo acunada por los brazos de Morfeo.

lunes, 11 de octubre de 2010

Capítulo tres

Elisabeth se asomó a la ventana. Era un día frío y gris y la lluvia repiqueteaba contra el edificio, además de la niebla, que lo cubría todo sumiéndolo en un paisaje que a la chica se le antojó triste.
La joven se imaginó fuera del internado, bajo los frondosos árboles que descansaban en el exterior, al raso, con sus ramas meciéndose suavemente al compás del viento. Odiaba aquel lugar. Nunca había sido religiosa, ni mucho menos creyente. Según sabía, su familia venía de antepasados ateos y agnósticos. Nunca un cristiano entre ningún hijo ni heredero.
No entendía por qué su madre la había encerrado allí. No conocía el trabajo de su madre, pero por lo menos podría ir a visitarla un par de veces. Hacía ya dos años que no veía a su madre. No la odiaba, la echaba en falta. Una lágrima se deslizó por su mejilla y se estrelló en sus labios, dejando el sabor salado en ellos. Elisabeth la enjugó rápidamente. No soportaba llorar.
Se alejó de la ventana y se dirigió al cuarto de baño individual. Su ropa yacía tirada de cualquier manera sobre la mampara de la ducha. Se quitó el pijama y lo arrojó al barreño de la ropa sucia. Tendría que llevarlo a la hermana Josephine para que la incluyera en la lavadora. Se colocó la camiseta y la falda negra, que le llegaba por encima de las rodillas. Unas medias oscuras y unos zapatos a juego con hebilla complementaban su atavío, que más parecía de una monja de convento.
Consciente de que sus compañeras se despertarían pronto para acudir a la misa de buenos días, corrió escaleras abajo hacia el comedor, para comer algo con rapidez.
-Hola, hermana Elisabeth- Le saludó alguien sobresaltándola. Al parecer, no era tan temprano como había imaginado. La hermana Emma se sentó a su lado en los pupitres corridos del comedor, con una taza humeante en la mano.
-Hola, Emma- Elisabeth se corrigió al instante- Hermana Emma. No entiendo eso de llamarnos hermanas las unas a las otras. Eso sólo se hacen en los conventos, ¿no?
-No hay por qué- Contestó la otra chica dando un sorbo a su taza- Esto es un colegio religioso. Pero, lo sea o no, todos somos hijos de Dios, por lo tanto somos hermanos.
-Ah, claro. Tonta de mí por no haberlo averiguado- Ironizó Elisabeth. Los comentarios de ese tipo siempre lograban enfadarla. Se levantó cuidadosamente y se acercó a una máquina expendedora. Extrajo una libra de su bolsillo y eligió un pastelito de chocolate. Luego, volvió a sentarse junto a su compañera.
-¿Chocolate?- Preguntó la hermana Emma, señalando el envase que Elisabeth sujetaba.
-Sí, ¿también es un pecado desayunar chocolate?
-No, que yo sepa.
-Menos mal, cómo todo lo divertido es un pecado, ya no sé lo que está bien y no.
La hermana Emma la miró escandalizada y luego se escondió de nuevo en su taza. Elisabeth se compadeció de ella, al fin y al cabo no tenía la culpa de que su madre se hubiese olvidado de ella. Nadie la tenía.
-Lo siento- Se disculpó, regalándole a su compañera una sonrisa cansada- Hoy no estoy muy lúcida.
-Tranquila- Dijo la otra joven cogiéndola de la mano dulcemente- Seguro que Padre te perdona.
-Sí, seguro- Respondió Elisabeth, para no complicar más el asunto. Las puertas de la estancia se abrieron pesadamente. La madre Josephine penetró en la estancia elegantemente. Su pelo canoso estaba oculto bajo el velo negro y las faldas de su vestido oscuro llegaban hasta el suelo. Elisabeth la envidiaba por su andar señorial y su figura alta y esbelta, además de su elegancia. La joven se tildaba de torpe y muchas veces de tropezar con su propia sombra.
-Elisabeth Keningston, ¿le importaría acompañarme al recibidor? Una señorita pregunta por usted.- Dijo la madre mirándola por encima de sus gafas de montura dorada. Elisabeth sonrió y sus ojos se iluminaron. Quizás era su madre, que por fin venía a visitarla. Se despidió de la hermana Emma con la mano y, olvidando su desayuno en la mesa, corrió hacia el recibidor.

Una chica alta, con el pelo oscuro y corto la esperaba sonriente. Elisabeth se desilusionó al no ver a su madre. Cabizbaja se acercó a su visitante, a la que no conocía de nada.
-Buenos días, Elisabeth- Saludó abrazándola. Unas pequeñas pulseras de plata tintinearon al inclinarse.
-Hola- Respondió la joven zafándose de ella- ¿Quién eres?
-Christelle von Cherry- Se presentó apretándole la mano- Soy amiga de Marina, tu madre.
-¿Y por qué no viene ella misma?- Replicó Elisabeth, cada más enfadada.
-Verás, hay algo que tienes que saber- Christelle miró a la madre Josephine- ¿Me la puedo llevar un rato?
La madre sonrió y asintió. Luego desapareció entre las hermanas somnolientas que se preparaban para la misa.
Había dejado de llover y las gotas de agua descansaban sobre el césped y las flores, dando la impresión de que estaban cubiertas de perlas. Apenas un rayo de sol asomaba entre las nubes, intentando abrirse paso.
Christelle la condujo hasta un banco situado en uno de los flancos del colegio y le indicó que sentara.
Colocó un paquete sobre su regazo que, hasta ahora, Elisabeth no había advertido que llevaba y lo abrió con cuidado, como si lo que conteniese fuera lo más frágil del mundo.
-Elisabeth, sé que esto no es fácil de asumir, pero tienes que escucharme- Empezó Christelle- Hace una semana, asesinaron a tu madre. A causa de unos libros relacionados con su trabajo que quería sacar a la luz.- Los ojos de Elisabeth se llenaron de lágrimas. Ahora no le importaba llorar. Sentía presión en el pecho, como si alguien atenazara su corazón.
-Nunca me ha contado en lo que trabajaba- Consiguió decir entre sollozos- Siempre lo mantuvo en secreto. Ella decía que el silencio era nuestro aliado y que nos protegería. Pero ha acabado matándola a causa de unos estúpidos libros.
-El trabajo de tu madre es peligroso, Elisabeth- Dijo Christelle- Ella era mi maestra y me inculcaba su sabiduría adquirida en tantos años de investigación. A mi me gustaría ser como ella. Era una persona respetable y amable y con tu talento realmente envidiable. Debes de estar orgullosa de ella.
-Lo estoy- Replicó Elisabeth- Pero ni siquiera sé en lo que trabajaba. Ni por qué me internó aquí hace tantos años. Ni qué era lo que buscaba con tanto ahínco.
-Tu madre quería protegerte. Sabía que si te mostraba lo que estaba haciendo, tú también resultarías herida. Pero creo que estos libros te pertenecen y descubrirás mucho en ellos- Christelle le entregó el paquete. Elisabeth lo dejó en su regazo, dado su peso.
-¿Mi madre era agente secreta o algo así?
-Era angeóloga. Una de las mejores he de decir.
-Angeóloga- Repitió Elisabeth saboreando la palabra, como si quisiera retenerla entre sus labios.
-Tengo que marcharme- Dijo Christelle levantándose- Ha sido un placer conocerte.
-Lo mismo digo- Contestó Elisabeth con voz apagada. Observó a Christelle mientras se marchaba. Había disfrutado de su compañía aunque apenas la conocía. Había dicho que estaba orgullosa de su madre y que era su maestra. Elisabeth se preguntó quién querría ser angeólogo con la cantidad de peligros que se cernían sobre ellos, según había podido apreciar. La ligera presión en su regazo hizo que recordara el paquete. Se levantó y lo estrechó contra su pecho, evitando que se pudiera caerse.
Contuvo las lágrimas antes de entrar de nuevo en el colegio. Nadie debía saber qué había ocurrido. Si preguntaran, ella no sabría responder con exactitud y, según Christelle, debía permanecer en secreto.
Elisabeth dejó la pesada caja en el suelo enmoquetado de su cuarto y se arrodilló frente a ella. La abrió con sumo cuidado, calibrando si deseaba saber lo que contenía. Extrajo el primer libro que había. Era de tapa dura y color verde oscuro. El la portada aparecía la palabra  “Angeología”  en dorado, al igual que el nombre del autor. “Marina Keningston” leyó Elisabeth en voz baja. Abrió el libro con curiosidad y pasó las páginas hasta toparse con una que representaba diferentes dibujos y esbozos hechos a mano. Un ángel la miraba desde la página. Su rostro estaba borroso y apenas se distinguían los rasgos. Las alas estaban hechas con minucioso detalle, las puntas acabadas en forma afilada. También distinguió unos grilletes en sus muñecas, que lo ataban a un lugar no dibujado y, en el pie de página una inscripción.
“Representación de un caído. Sus alas se tornan negras con cada pluma nueva que nace. Dibujo hallado en uno de los libros de Miguel Valeras, pionero en encontrar la Cueva de los Caídos”
En otras páginas había notas y datos semejantes acerca de aquella cueva y siempre se mencionaba al tal Miguel Valeras. También encontró comentarios de la posible ubicación de la gruta y gran cantidad de coordenadas que Elisabeth no sabía leer. Había descubierto lo que su madre buscaba. La Cueva de los Caídos era su principal objetivo y, al parecer, se había marchado sin encontrarlo. Elisabeth tiró de la cadena de plata que rodeaba su garganta y dejó caer el colgante por encima de su camiseta, dejándolo al descubierto cuando siempre lo había tenido oculto bajo la ropa. Del extremo colgaba una llave plateada, forjada con minucioso detalle de hilos que se entrelazaban como hiedras. La estrechó entre sus manos y cerró los ojos, intentando sentir a su madre a través de aquel objeto que le había regalado hacía tantos años.

domingo, 10 de octubre de 2010

Capítulo dos

La estación Penn estaba totalmente abarrotada. Danyel pensó que era normal, puesto que era lunes, algunas personas salían de trabajar, para otras acababa de empezar el día.
Extrajo una pequeña pitillera de cuero marrón y cogió un cigarrillo, dispuesto a fumárselo con tranquilidad, consciente de que en los hoteles no se estaba permitido.
Cuando salió a la superficie, encendió el extremo con un mechero plateado y se lo colocó en los labios.
Había mentido a William con respecto a lo del recado, pero necesitaba salir de aquella cafetería cuanto antes. Lo que su ayudante le había contado era más que suficiente. Hacía tiempo que no oía el nombre de Marina, y no era precisamente un placer recordarla. Los angeólogos nunca eran bienvenidos en la comunidad angélica y, aunque no la conocía, estaba destinado a odiarla como a los demás.
Tiró al suelo la colilla consumida y la extinguió pisándola ligeramente. El cielo se había teñido de rojo sangre y el crepúsculo se iba apangando suavemente, dando paso a la noche, que acechaba cubierta de nubes.
El vestíbulo del hotel Pennsylvania era bastante grande, con una cafetería a su derecha y un pequeño quiosco al final del mismo. Había gente sentada en algunos bancos, mirando ensimismados mapas y folletos. Turistas, seguramente. Danyel se dirigió al mostrador y esperó a que alguien le atendiese. Una mujer más bien rechoncha, con lo labios muy rojos y las manos sudorosas se apresuró a colocarse tras el mostrdor y le dirigió una sonrisa, enseñando sus blancos dientes.
-¿Qué desea?
-Aquí se aloja la señorita Rose Mont Blanc, ¿verdad? Me gustaría saber la habitación dónde reside.
-No puedo darle esa información, señor- Se disculpó ella. Danyel le lanzó una mirada envenenada. La mujer comenzó a temblar, y se retorció las manos nerviosamente.
-Esta mañana me consta que ha estado aquí un chico llamado William Martin, ¿no?
-Si, señor- Dijo la mujer con voz temblorosa.
-Vengo a hablar con la señorita Mont Blanc del mismo tema. Soy consciente de que jode que te molesten tanto, pero necesito hablar con ella.
La recepcionista, sin apartar la mirada de Danyel cogió un teléfono de una mesa invisible tras el mostrador y se colocó el auricular en la oreja, marcándo un número.

Tras haberle dicho a Danyel que la señorita Mont Blanc lo esperaba en la habitación 621, piso seis, el joven tomó el ascensor, dispuesto a oír la historia que ella debía contarle. Recorrió el largo pasillo, forrado de alfombras rojas y se paró frente a la puerta. Llamó un par de veces con los nudillos. Acto seguido, escuchó una silla arrastrándose y el repiqueteo de unos tacones que se acercaban. Rose Mont Blanc parecía tener sólo veinticinco años. Estaba muy delgada y tenía la piel muy pálida. A pesar de eso, vestía con un elegante vestido azul y sus bucles pelirrojos recogidos en una cola alta, que se bamboleaba sobre su espalda. Sus castaños ojos vivaces lo contemplaron durante un momento.
-Danyel Houdson- Dijo arrastrándo las “des”, con un fuerte acento germánico-francés- Pensaba que no volveríamos a verlo.
-Qué pesimista está hoy todo el mundo con respecto a mi vida- Resprondió con reproche. Rose sonrió ante el comentario y se hizo a un lado para dejarlo pasar.
-¿Una copa de vino?- Preguntó la anfitriona, indicándole al joven que se sentara en la cama. Danyel tomó asiento en el extremo, cómo si el sólo contacto de las sábanas le quemara. Rose acercó una silla y la colocó frente a él. El joven rechazó el ofrecimiento con un gesto de la mano, para luego entrelazar los dedos sobre el rezago y prepararse a preguntar.
-Usted ha hablado con William esta mañana, ¿no es cierto?
-Cierto- Respondió Rose tomando un sorbo de vino. El líquido era rojo oscuro y parecía retorcerse en la copa. A Danyel se le antojó espeso y cálido y pensó que casi se asemejaba a sangre.
-Y le ha contado que cree que tiene las respuestas a mis preguntas, a pesar de que ni yo mismo sé lo que me digo.
-De buena tinta sé que se siente vacío y que no pertenece al mundo en el que ha sido criado. También me consta que ha hecho usted varias investigaciones a espalda del consejo y de su familia a cerca de la ubicación de los caídos.
-¿Cómo sabe todo eso?- Danyel estaba confuso, repasando lo que había dicho la mujer. Tan sólo la había visto un par de veces en alguna que otra ceremonia, ni siquiera habían intercambiado un par de palabras superficiales.
-Le he seguido la pista durante mucho tiempo, Danyel. Sus investigaciones están más cerca de su propósito de lo que usted cree. Pero la clave sólo la conseguirá mediante un medio poco ortodoxo.
-¿De qué se trata?
-Tiene que establecer relación con lon nefilim. Y ahí es dónde entran Marina Keningston y su hija.- Respondió Rose con aire de misterio.
-¿Qué tienen que ver?
-Marina es una angeóloga de renombre, ¿no es cierto?- Rose continuó antes de darle tiempo al joven para responder- Ha escrito libros sobre la investigación de nuestra raza, pero siempre han permanecido en secreto. Pues bien, nadie conoce su oscuro pasado salvo yo. Aunque no puedas creértelo, Marina y yo éramos íntimas amigas. Uña y carne. Un día, mis padres me prohibieron estar con ella y me descubrieron mi verdadera especie. Y los ángeles no pueden ir con humanos, cómo bien sabes. Marina se enfadó conmigo cuando la rechazé. Al poco tiempo me enteré de que había escogido seguir la rama angeológica, como hizo su bisabuelo en su tiempo. Y ocurrió que, no hace mucho, vino a mi apartamento, llorando a lágrima viva. Me decía que estaba muy arrepentida y que había hecho algo monstruoso. Contó que se había enamorado de un ángel y estaba encinta de él.
Danyel la miraba con sorpresa. Apenas podía procesar la historia de Rose, pues le parecía irreal dado la fama de persona fuerte y amante del trabajo de Marina Keningston.
-El ángel- Continuó Rose- fue castigado y enviado con los otros infieles. Marina quedó muy desolada. Nació su hija, Elisabeth. Ella decía que cada vez se parecía más a su padre y no podía evitar recordarlo y sentir el dolor de nuevo. Por eso la encerró en un internado y siguió con su investigación. Lo que nadie sabe, es que Marina estaba dispuesta a sacar a la luz todos sus libros y sus conocimientos acerca de la angeología y sería un verdadero desastre que los humanos nos descubriesen, por eso, hace unos días asesinaron a Marina. Dos balas en el pecho.
-¿Cómo es que nadie sabía eso? Si Marina era tan famosa, ¿cómo lograron ocultar su muerte?- Danyel estaba cada vez más confuso, pero había averiguado muchas cosas. Marina había cometido un pecado con un ángel y había dado a luz a una niña nefilim que podría ser la clave que lo ayudase a encontrar la Cueva de los Caídos.
-La gente que la conocía sabía de su oficio por lo que, al no aparecer en público, pensaron que estaba tras la pista de algo.
-¿Y qué papel tiene su hija en todo esto?
-Unos días antes de morir, Marina visitó a su hija en el internado y le regaló un colgante en forma de llave. He averiguado que una llave igual que ésa abre la puerta a la cueva, o Infierno, cómo quieras llamarle.
-¿Me está diciendo que puede que sea la llave verdadera?
-Exacto- Rose tomó otro sorbo de vino- Quizás deberías hacerle una visita a Elisabeth.
-Lo haré. Gracias por todo, señorita Mont Blanc.
-A usted- Respondió ella acompañándolo a la puerta- Es una compañía magnífica. Danyel sonrió a modo de despedida y se internó de nuevo en el largo pasillo.
Una vez fuera, el joven extrajo un teléfono móvil de su bolsillo y marcó en número de William. Tras dos tonos, el chico contestó.
-¿Sí?
-William, soy yo-Respondió Danyel.
-Diga, señor
-Necesito un avión hacia Londres para el domingo- Exigió, comenzando ha andar hacía la boca de metro.
-Señor- Replicó William con nerviosismo- Pasado mañana es domingo. No le dará tiempo de preparar nada.
-El domingo- Dijo Danyel un tono más alto, sin querer- He dicho.- Acto seguido colgó, atravesando el oscuro metro. Al día siguiente prepararía la maleta e iría a ver a su hermana.

viernes, 8 de octubre de 2010

Capítulo uno

El joven permanecía apoyado en una de las paredes de ladrillo de la Quinta Avenida, con los brazos cruzados sobre el pecho y las comisuras de los labios ligeramente curvados hacia abajo. Nadie podría haber adivinado si le era indiferente todo lo que le rodeaba o si, por el contrario, estaba inquieto, expectante a lgo que esperaba. Miró su reloj de muñeca y luego oteó el horizonte, escrutando los rostros de las personas que formaban la masa humana agitada y tan neoyorkina. No recordaba que Martin fuera tan inpuntual.
Al poco tiempo, divisó el cabello negro de William Martin vadeando la multitud a toda prisa con unas carpetas bajo el brazo derecho y un manojo de llaves en la mano izquierda.
-Buenas tardes- Saludó al situarse a su lado- Siento haber llegado tarde, últimamente estoy muy ocupado con…
-No me interesa, señor Martin- Respondió el chico, cortando a William.
-Ya, lo suponía- Musitó William para sí mismo, aún así consciente de que su interlocutor lo había oído.
-Me ha interrumpido mi té de las cinco- Protestó el joven, con el rostro pétreo- ¿Puedo saber a qué viene esta reunión?
-Se lo explicaré todo mientras tomamos un café, ¿le parece?
-Claro- Contestó siguiendo a Martin a través del gentío que ya estaba enfundado en abrigos y bufandas, intentando alejar el frío invernal que amenazaba con calarles los huesos.
Pararon en una pequeña cafetería no muy abarrotada y tomaron asiento en una mesita al lado de una gran ventana, desde dónde se podían un hotel y varias tiendas. Tras pedir un par de cafés, William se inclinó un poco sobre la mesa, como si fuera a decir algo muy confidencial.
-Verá, señor- Empezó a decir, algo titubeante- necesito que me escuche con mucha atención, pues quizá haya encontrado lo que usted busca con tanto ahínco.
-No creo que usted sepa lo que yo busco- Respondió frunciendo el ceño, molesto. Una camarera dejó los cafés frente a ellos y les dedicó una sonrisa ensayada.
-Déjeme terminar, por favor- Pidió William- Tengo muchos contactos, sobre todo con los de su raza, y en particular con varias familias de Manhattan, con las que he hablado y que me han proprcionado alguna que otra información. Me reuní esta mañana con Rose Mont Blanc. Se interesó bastante en lo que le conté y me dijo que conocía a su madre. Me explicó algo acerca de una tal Marina Keningston, una famosa angeóloga, e insinuó que su única hija, Elisabeth, podría ser la clave. Al parecer, es la última descendiente de la familia, pues su hermano desapareció en un viaje a Alemania. Vive interna en una especie de convento a las afueras de Londres, Inglaterra.
-Así que angeólogos- Pareció querer asimilar toda la información de William en décimas de segundo.- Quiero que la señorita Mont Blanc me lo explique ella misma, ¿le importaría darme su dirección?
-Se aloja temporalmente en el hotel Pennsylvania, en la Séptima Avenida.
-Iré a verla en cuanto termine un recado- Anunció, dejando unos dólares generosamente sobre la mesa.
-Gracias por su tiempo, señor- Dijo William, apurando su café con rapidez. Vio alejarse al otro joven con la elegancia que lo caracterizaba, mientras su cabello dorado se ajitaba levemente con el viento.

Se internó en su lujoso cuarto de baño, cerrando la puerta de un portazo, repasando rápidamente todas las frases que William había dicho, todos los nombres que debía aprender y buscar. Rose Mont Blanc era su primer destino. Según su ayudante, era de una familia de renombre, quizás angélica, que, al parecer, sabía a quién debía de buscar. William había mencionado a Marina Keningston, a la que todo el mundo conocía por sus expediciones al centro mismo de la Tierra y sus investigaciones teólogas, además de sus estrechas y secretas relaciones con la Iglesia. Se quitó la camiseta y la arrojó en el suelo, sin ningún reparo.Sobre su pecho, un amasijo de cuerdas daban la impresión de arnés. El cuero de las mismas le apretaba demasiado, dejando marcas rojas sobre su piel. Y todo ese dolor para sujetarlas. Desabrochó las hebillas con cuidado y experimentó un sentimiento de alivio al desprenderlo de su cuerpo y dejarlo con cuidado sobre el vidé. Las miró a través del espejo. Le pareció que estaban más blancas que nunca. Sus alas nunca habían estado más inmaculadas, tan llenas de luz. Las contempló con cuidado, como si con sólo mirarlas las pudiera romper. Nacían entre sus omóplatos, recubiertas de un suave plumón y, a medida que crecía, las plumas eran más grandes y aterciopeladas, hasta llegar a las puntas, dónde adqurían forma de navaja.
En el nacimiento aún podían verse dos cicatrices rojas, aunque cada día se tornaban más rosáceas y pronto desaparecerían.
Unos golpes vacilantes resonaron en la puerta. El joven prodeció a volver a colocarse la camiseta y dirigirse a la entrada. Pensó en volver hacia atrás y colocarse el arnés de cualquier manera, pero los golpes se hacían insistentes y, a fuerza de creer que sería algo importante, decidió apretar lo máximo posible sus alas contra la espalda y no dejarse ver mucho. Abrió la puerta cuidadosamente. Su rostro se ensombreció al descubrir que era Diego Labeoux, que lo miraba de arriba abajo con aire de superioridad, entrecerrando sus ojos color hielo.
-Vaya, le veo mucho más recuperado, señor Houdson- Dijo con falso respeto- Veo que ha remitido usted en sus patéticos intentos de suicidio.
-En absoluto- Contestó haciendo esfuerzos por sonreir- Me estoy dando un tiempo.
-También observo que no ha perdido su sentido del sarcasmo, Danyel.
El joven se preguntó si se sentiría culpable asesinándolo. Probablemente, no.
-El sarcasmo es una defensa natural del cuerpo frente a los idiotas. Por eso se me dispara cuando estoy con usted.
Una sonrisa prefabricada se dibujó en el rostro de Diego. La tensión podía cortarse con un cuchillo y el odio era más que palpable.
-¿A qué ha venido?- Preguntó Danyel con frustración.
-Su madre me ha enviado a decirle que no cometa ninguna idiotez.
-No sé a lo que se refiere.
-Si lo sabe. Si pone un pie en el convento de Saint Mark, será desterrado de su familia.
-Así que es eso. ¿Cómo consigue mi madre enterarse de todo?
Diego se encogió de hombros. Y él que sabía, se dijo Danyel, tan sólo era un simple noble a las órdenes de una reina.
-Dígale a mi señora madre que no meta su distinguida nariz dónde no la llaman, gracias.- Acto seguido cerró la puerta, dejando al mensajero con la palabra en la boca. El joven sabía que desafiar a su madre era un suicidio social, y que él era tan importante en la familia como lo era ella y no podía permitirse el lujo de investigar por su cuenta. Su papel era asistir a fiestas y reuniones y ser el hijo perfecto al que toda madre le gusta y toda abuela desea tocar y estirar sus mejillas.
Tras su intento fallido de entrar en Lux Aeterna, su familia había tenido que retirarse de la sociedad por miedo a habladurías y rumores. Hacía poco que habían vuelto a aparecer en público y la gente había preferido olvidar el incidente con la oveja negra de los Houdson. A pesar de todo, Danyel tenía claro que dentro de unos minutos estaría en la estación que lo llevaría al Pennsylvania, dónde se reuniría con Rose Mont Blanc, en un intento de descubrir la verdad que lo atormentaba y el extraño vacío que sentía.

Prefacio: Lux Aeterna (Luz Eterna)

El joven permanecía inmóvil en la noche, tan sólo medio iluminado por la mortecina luz de la luna. Unos pantalones rasgados eran su única vestimenta. Le dolían las plantas de los pies, que habían empezado a entumecerse a causa del frío. Los músculos se marcaban bajo su piel y los rasgos de su rostro eran suaves y bellos, dándole el aspecto idealista por el que Miguel Ángel hubiera dado su alma por esculpir. Sus ojos, grises como un día nublado, escrutaban el callejón en el que había caído, asegurándose de que nadie lo veía.
Había soportado ese peso durante décadas, y ahora se lo quitaría de encima para siempre. Se libraría de aquello que lo hacía tan diferente, que le daba un nombre específico y una raza concreta. Un apellido que lo había marcado de por vida y, a su consecuencia, una carga más grande de lo que él podía soportar. Se dijo a sí mismo que era un cobarde, que no merecía vivir. Se lo repitió durante años, encerrándose en su propia mente y en sus creencias. Y quién no pensaba cómo él, era considerado un desecho. O así se lo había explicado su madre tiempo atrás. Estuvo internado en la cárcel que él mismo se había formado, creyéndose un monstruo, alguien que no pertenecía al medio que lo rodeaba, incapaz de adaptarse a él.
Ahora, un sentimiento enajenado recorría sus venas. Un profundo odio a si mismo. Rabia y miedo de su propio ser.
Asió con fuerza la navaja que llevaba en la mano y respiró hondo. Con suerte, no sobreviviría. Y si lo hacía, sería un milagro o simplemente que no servía ni para suicidarse.
No pretendía abrirse las venas, ni tampoco nada que tuviera que ver con laceraciones. Así no morían los de su especie. Pero el proceso era lento y muy doloroso. Nunca era fácil cortar un miembro de tu cuerpo, pero debía intentarlo. Se preguntó que pasaría cuando las hubiese cortado. ¿Desaparecerían sin más? Eso esperaba. Sería maravilloso no volver a ver aquellas protuberancias emplumadas entre sus omóplatos. Sus alas. Si un ángel era despojado de sus alas, moría en el acto. Y esa era la intención del chico, que, en un complicado movimiento, se llevó los brazos a la espalda, acariciando su suave textura por última vez.
Presionando con fuerza, comenzó a cortar el ala izquierda. Un dolor agudo e intenso ascendió por su espalda, perforándole la médula. Se mordió los labios para no gritar, haciéndose sangre.
Las plumas empezaban a caérsele y con cada corte, el ala iba desprendiéndose de su cuerpo, cayendo sobre el suelo en un gran muñón de plumas y sangre. Cada vez se sentía más débil. Los músculos se agarrotaban y los huesos empezaban a crujir. El otro ala fue más fácil de cortar, puesto que ya estaba medio desintegrada, a causa de la pérdida de la otra. Su cuerpo entró en un estado de anestesia cuando su ala cayó al suelo con un golpe seco.
El joven ángel sintió su corazón dejar de bombear lentamente. De las heridas, empezaron a manar ríos de sangre, que corrían por su espalda, para luego estrellarse contra el suelo.
Permaneció unos segundos más de rodillas, mientras su vista se nublaba y perdía el conocimiento. Se encontró con el helado suelo hiriendo su mejilla, pero ya no importaba. Ya no sufría. Sólo se sentía rodeado de la paz artificial y oscura que predecedía a la Lux Aeterna, la muerte de los ángeles.