viernes, 8 de octubre de 2010

Prefacio: Lux Aeterna (Luz Eterna)

El joven permanecía inmóvil en la noche, tan sólo medio iluminado por la mortecina luz de la luna. Unos pantalones rasgados eran su única vestimenta. Le dolían las plantas de los pies, que habían empezado a entumecerse a causa del frío. Los músculos se marcaban bajo su piel y los rasgos de su rostro eran suaves y bellos, dándole el aspecto idealista por el que Miguel Ángel hubiera dado su alma por esculpir. Sus ojos, grises como un día nublado, escrutaban el callejón en el que había caído, asegurándose de que nadie lo veía.
Había soportado ese peso durante décadas, y ahora se lo quitaría de encima para siempre. Se libraría de aquello que lo hacía tan diferente, que le daba un nombre específico y una raza concreta. Un apellido que lo había marcado de por vida y, a su consecuencia, una carga más grande de lo que él podía soportar. Se dijo a sí mismo que era un cobarde, que no merecía vivir. Se lo repitió durante años, encerrándose en su propia mente y en sus creencias. Y quién no pensaba cómo él, era considerado un desecho. O así se lo había explicado su madre tiempo atrás. Estuvo internado en la cárcel que él mismo se había formado, creyéndose un monstruo, alguien que no pertenecía al medio que lo rodeaba, incapaz de adaptarse a él.
Ahora, un sentimiento enajenado recorría sus venas. Un profundo odio a si mismo. Rabia y miedo de su propio ser.
Asió con fuerza la navaja que llevaba en la mano y respiró hondo. Con suerte, no sobreviviría. Y si lo hacía, sería un milagro o simplemente que no servía ni para suicidarse.
No pretendía abrirse las venas, ni tampoco nada que tuviera que ver con laceraciones. Así no morían los de su especie. Pero el proceso era lento y muy doloroso. Nunca era fácil cortar un miembro de tu cuerpo, pero debía intentarlo. Se preguntó que pasaría cuando las hubiese cortado. ¿Desaparecerían sin más? Eso esperaba. Sería maravilloso no volver a ver aquellas protuberancias emplumadas entre sus omóplatos. Sus alas. Si un ángel era despojado de sus alas, moría en el acto. Y esa era la intención del chico, que, en un complicado movimiento, se llevó los brazos a la espalda, acariciando su suave textura por última vez.
Presionando con fuerza, comenzó a cortar el ala izquierda. Un dolor agudo e intenso ascendió por su espalda, perforándole la médula. Se mordió los labios para no gritar, haciéndose sangre.
Las plumas empezaban a caérsele y con cada corte, el ala iba desprendiéndose de su cuerpo, cayendo sobre el suelo en un gran muñón de plumas y sangre. Cada vez se sentía más débil. Los músculos se agarrotaban y los huesos empezaban a crujir. El otro ala fue más fácil de cortar, puesto que ya estaba medio desintegrada, a causa de la pérdida de la otra. Su cuerpo entró en un estado de anestesia cuando su ala cayó al suelo con un golpe seco.
El joven ángel sintió su corazón dejar de bombear lentamente. De las heridas, empezaron a manar ríos de sangre, que corrían por su espalda, para luego estrellarse contra el suelo.
Permaneció unos segundos más de rodillas, mientras su vista se nublaba y perdía el conocimiento. Se encontró con el helado suelo hiriendo su mejilla, pero ya no importaba. Ya no sufría. Sólo se sentía rodeado de la paz artificial y oscura que predecedía a la Lux Aeterna, la muerte de los ángeles.

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