lunes, 11 de octubre de 2010

Capítulo tres

Elisabeth se asomó a la ventana. Era un día frío y gris y la lluvia repiqueteaba contra el edificio, además de la niebla, que lo cubría todo sumiéndolo en un paisaje que a la chica se le antojó triste.
La joven se imaginó fuera del internado, bajo los frondosos árboles que descansaban en el exterior, al raso, con sus ramas meciéndose suavemente al compás del viento. Odiaba aquel lugar. Nunca había sido religiosa, ni mucho menos creyente. Según sabía, su familia venía de antepasados ateos y agnósticos. Nunca un cristiano entre ningún hijo ni heredero.
No entendía por qué su madre la había encerrado allí. No conocía el trabajo de su madre, pero por lo menos podría ir a visitarla un par de veces. Hacía ya dos años que no veía a su madre. No la odiaba, la echaba en falta. Una lágrima se deslizó por su mejilla y se estrelló en sus labios, dejando el sabor salado en ellos. Elisabeth la enjugó rápidamente. No soportaba llorar.
Se alejó de la ventana y se dirigió al cuarto de baño individual. Su ropa yacía tirada de cualquier manera sobre la mampara de la ducha. Se quitó el pijama y lo arrojó al barreño de la ropa sucia. Tendría que llevarlo a la hermana Josephine para que la incluyera en la lavadora. Se colocó la camiseta y la falda negra, que le llegaba por encima de las rodillas. Unas medias oscuras y unos zapatos a juego con hebilla complementaban su atavío, que más parecía de una monja de convento.
Consciente de que sus compañeras se despertarían pronto para acudir a la misa de buenos días, corrió escaleras abajo hacia el comedor, para comer algo con rapidez.
-Hola, hermana Elisabeth- Le saludó alguien sobresaltándola. Al parecer, no era tan temprano como había imaginado. La hermana Emma se sentó a su lado en los pupitres corridos del comedor, con una taza humeante en la mano.
-Hola, Emma- Elisabeth se corrigió al instante- Hermana Emma. No entiendo eso de llamarnos hermanas las unas a las otras. Eso sólo se hacen en los conventos, ¿no?
-No hay por qué- Contestó la otra chica dando un sorbo a su taza- Esto es un colegio religioso. Pero, lo sea o no, todos somos hijos de Dios, por lo tanto somos hermanos.
-Ah, claro. Tonta de mí por no haberlo averiguado- Ironizó Elisabeth. Los comentarios de ese tipo siempre lograban enfadarla. Se levantó cuidadosamente y se acercó a una máquina expendedora. Extrajo una libra de su bolsillo y eligió un pastelito de chocolate. Luego, volvió a sentarse junto a su compañera.
-¿Chocolate?- Preguntó la hermana Emma, señalando el envase que Elisabeth sujetaba.
-Sí, ¿también es un pecado desayunar chocolate?
-No, que yo sepa.
-Menos mal, cómo todo lo divertido es un pecado, ya no sé lo que está bien y no.
La hermana Emma la miró escandalizada y luego se escondió de nuevo en su taza. Elisabeth se compadeció de ella, al fin y al cabo no tenía la culpa de que su madre se hubiese olvidado de ella. Nadie la tenía.
-Lo siento- Se disculpó, regalándole a su compañera una sonrisa cansada- Hoy no estoy muy lúcida.
-Tranquila- Dijo la otra joven cogiéndola de la mano dulcemente- Seguro que Padre te perdona.
-Sí, seguro- Respondió Elisabeth, para no complicar más el asunto. Las puertas de la estancia se abrieron pesadamente. La madre Josephine penetró en la estancia elegantemente. Su pelo canoso estaba oculto bajo el velo negro y las faldas de su vestido oscuro llegaban hasta el suelo. Elisabeth la envidiaba por su andar señorial y su figura alta y esbelta, además de su elegancia. La joven se tildaba de torpe y muchas veces de tropezar con su propia sombra.
-Elisabeth Keningston, ¿le importaría acompañarme al recibidor? Una señorita pregunta por usted.- Dijo la madre mirándola por encima de sus gafas de montura dorada. Elisabeth sonrió y sus ojos se iluminaron. Quizás era su madre, que por fin venía a visitarla. Se despidió de la hermana Emma con la mano y, olvidando su desayuno en la mesa, corrió hacia el recibidor.

Una chica alta, con el pelo oscuro y corto la esperaba sonriente. Elisabeth se desilusionó al no ver a su madre. Cabizbaja se acercó a su visitante, a la que no conocía de nada.
-Buenos días, Elisabeth- Saludó abrazándola. Unas pequeñas pulseras de plata tintinearon al inclinarse.
-Hola- Respondió la joven zafándose de ella- ¿Quién eres?
-Christelle von Cherry- Se presentó apretándole la mano- Soy amiga de Marina, tu madre.
-¿Y por qué no viene ella misma?- Replicó Elisabeth, cada más enfadada.
-Verás, hay algo que tienes que saber- Christelle miró a la madre Josephine- ¿Me la puedo llevar un rato?
La madre sonrió y asintió. Luego desapareció entre las hermanas somnolientas que se preparaban para la misa.
Había dejado de llover y las gotas de agua descansaban sobre el césped y las flores, dando la impresión de que estaban cubiertas de perlas. Apenas un rayo de sol asomaba entre las nubes, intentando abrirse paso.
Christelle la condujo hasta un banco situado en uno de los flancos del colegio y le indicó que sentara.
Colocó un paquete sobre su regazo que, hasta ahora, Elisabeth no había advertido que llevaba y lo abrió con cuidado, como si lo que conteniese fuera lo más frágil del mundo.
-Elisabeth, sé que esto no es fácil de asumir, pero tienes que escucharme- Empezó Christelle- Hace una semana, asesinaron a tu madre. A causa de unos libros relacionados con su trabajo que quería sacar a la luz.- Los ojos de Elisabeth se llenaron de lágrimas. Ahora no le importaba llorar. Sentía presión en el pecho, como si alguien atenazara su corazón.
-Nunca me ha contado en lo que trabajaba- Consiguió decir entre sollozos- Siempre lo mantuvo en secreto. Ella decía que el silencio era nuestro aliado y que nos protegería. Pero ha acabado matándola a causa de unos estúpidos libros.
-El trabajo de tu madre es peligroso, Elisabeth- Dijo Christelle- Ella era mi maestra y me inculcaba su sabiduría adquirida en tantos años de investigación. A mi me gustaría ser como ella. Era una persona respetable y amable y con tu talento realmente envidiable. Debes de estar orgullosa de ella.
-Lo estoy- Replicó Elisabeth- Pero ni siquiera sé en lo que trabajaba. Ni por qué me internó aquí hace tantos años. Ni qué era lo que buscaba con tanto ahínco.
-Tu madre quería protegerte. Sabía que si te mostraba lo que estaba haciendo, tú también resultarías herida. Pero creo que estos libros te pertenecen y descubrirás mucho en ellos- Christelle le entregó el paquete. Elisabeth lo dejó en su regazo, dado su peso.
-¿Mi madre era agente secreta o algo así?
-Era angeóloga. Una de las mejores he de decir.
-Angeóloga- Repitió Elisabeth saboreando la palabra, como si quisiera retenerla entre sus labios.
-Tengo que marcharme- Dijo Christelle levantándose- Ha sido un placer conocerte.
-Lo mismo digo- Contestó Elisabeth con voz apagada. Observó a Christelle mientras se marchaba. Había disfrutado de su compañía aunque apenas la conocía. Había dicho que estaba orgullosa de su madre y que era su maestra. Elisabeth se preguntó quién querría ser angeólogo con la cantidad de peligros que se cernían sobre ellos, según había podido apreciar. La ligera presión en su regazo hizo que recordara el paquete. Se levantó y lo estrechó contra su pecho, evitando que se pudiera caerse.
Contuvo las lágrimas antes de entrar de nuevo en el colegio. Nadie debía saber qué había ocurrido. Si preguntaran, ella no sabría responder con exactitud y, según Christelle, debía permanecer en secreto.
Elisabeth dejó la pesada caja en el suelo enmoquetado de su cuarto y se arrodilló frente a ella. La abrió con sumo cuidado, calibrando si deseaba saber lo que contenía. Extrajo el primer libro que había. Era de tapa dura y color verde oscuro. El la portada aparecía la palabra  “Angeología”  en dorado, al igual que el nombre del autor. “Marina Keningston” leyó Elisabeth en voz baja. Abrió el libro con curiosidad y pasó las páginas hasta toparse con una que representaba diferentes dibujos y esbozos hechos a mano. Un ángel la miraba desde la página. Su rostro estaba borroso y apenas se distinguían los rasgos. Las alas estaban hechas con minucioso detalle, las puntas acabadas en forma afilada. También distinguió unos grilletes en sus muñecas, que lo ataban a un lugar no dibujado y, en el pie de página una inscripción.
“Representación de un caído. Sus alas se tornan negras con cada pluma nueva que nace. Dibujo hallado en uno de los libros de Miguel Valeras, pionero en encontrar la Cueva de los Caídos”
En otras páginas había notas y datos semejantes acerca de aquella cueva y siempre se mencionaba al tal Miguel Valeras. También encontró comentarios de la posible ubicación de la gruta y gran cantidad de coordenadas que Elisabeth no sabía leer. Había descubierto lo que su madre buscaba. La Cueva de los Caídos era su principal objetivo y, al parecer, se había marchado sin encontrarlo. Elisabeth tiró de la cadena de plata que rodeaba su garganta y dejó caer el colgante por encima de su camiseta, dejándolo al descubierto cuando siempre lo había tenido oculto bajo la ropa. Del extremo colgaba una llave plateada, forjada con minucioso detalle de hilos que se entrelazaban como hiedras. La estrechó entre sus manos y cerró los ojos, intentando sentir a su madre a través de aquel objeto que le había regalado hacía tantos años.

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