viernes, 8 de octubre de 2010

Capítulo uno

El joven permanecía apoyado en una de las paredes de ladrillo de la Quinta Avenida, con los brazos cruzados sobre el pecho y las comisuras de los labios ligeramente curvados hacia abajo. Nadie podría haber adivinado si le era indiferente todo lo que le rodeaba o si, por el contrario, estaba inquieto, expectante a lgo que esperaba. Miró su reloj de muñeca y luego oteó el horizonte, escrutando los rostros de las personas que formaban la masa humana agitada y tan neoyorkina. No recordaba que Martin fuera tan inpuntual.
Al poco tiempo, divisó el cabello negro de William Martin vadeando la multitud a toda prisa con unas carpetas bajo el brazo derecho y un manojo de llaves en la mano izquierda.
-Buenas tardes- Saludó al situarse a su lado- Siento haber llegado tarde, últimamente estoy muy ocupado con…
-No me interesa, señor Martin- Respondió el chico, cortando a William.
-Ya, lo suponía- Musitó William para sí mismo, aún así consciente de que su interlocutor lo había oído.
-Me ha interrumpido mi té de las cinco- Protestó el joven, con el rostro pétreo- ¿Puedo saber a qué viene esta reunión?
-Se lo explicaré todo mientras tomamos un café, ¿le parece?
-Claro- Contestó siguiendo a Martin a través del gentío que ya estaba enfundado en abrigos y bufandas, intentando alejar el frío invernal que amenazaba con calarles los huesos.
Pararon en una pequeña cafetería no muy abarrotada y tomaron asiento en una mesita al lado de una gran ventana, desde dónde se podían un hotel y varias tiendas. Tras pedir un par de cafés, William se inclinó un poco sobre la mesa, como si fuera a decir algo muy confidencial.
-Verá, señor- Empezó a decir, algo titubeante- necesito que me escuche con mucha atención, pues quizá haya encontrado lo que usted busca con tanto ahínco.
-No creo que usted sepa lo que yo busco- Respondió frunciendo el ceño, molesto. Una camarera dejó los cafés frente a ellos y les dedicó una sonrisa ensayada.
-Déjeme terminar, por favor- Pidió William- Tengo muchos contactos, sobre todo con los de su raza, y en particular con varias familias de Manhattan, con las que he hablado y que me han proprcionado alguna que otra información. Me reuní esta mañana con Rose Mont Blanc. Se interesó bastante en lo que le conté y me dijo que conocía a su madre. Me explicó algo acerca de una tal Marina Keningston, una famosa angeóloga, e insinuó que su única hija, Elisabeth, podría ser la clave. Al parecer, es la última descendiente de la familia, pues su hermano desapareció en un viaje a Alemania. Vive interna en una especie de convento a las afueras de Londres, Inglaterra.
-Así que angeólogos- Pareció querer asimilar toda la información de William en décimas de segundo.- Quiero que la señorita Mont Blanc me lo explique ella misma, ¿le importaría darme su dirección?
-Se aloja temporalmente en el hotel Pennsylvania, en la Séptima Avenida.
-Iré a verla en cuanto termine un recado- Anunció, dejando unos dólares generosamente sobre la mesa.
-Gracias por su tiempo, señor- Dijo William, apurando su café con rapidez. Vio alejarse al otro joven con la elegancia que lo caracterizaba, mientras su cabello dorado se ajitaba levemente con el viento.

Se internó en su lujoso cuarto de baño, cerrando la puerta de un portazo, repasando rápidamente todas las frases que William había dicho, todos los nombres que debía aprender y buscar. Rose Mont Blanc era su primer destino. Según su ayudante, era de una familia de renombre, quizás angélica, que, al parecer, sabía a quién debía de buscar. William había mencionado a Marina Keningston, a la que todo el mundo conocía por sus expediciones al centro mismo de la Tierra y sus investigaciones teólogas, además de sus estrechas y secretas relaciones con la Iglesia. Se quitó la camiseta y la arrojó en el suelo, sin ningún reparo.Sobre su pecho, un amasijo de cuerdas daban la impresión de arnés. El cuero de las mismas le apretaba demasiado, dejando marcas rojas sobre su piel. Y todo ese dolor para sujetarlas. Desabrochó las hebillas con cuidado y experimentó un sentimiento de alivio al desprenderlo de su cuerpo y dejarlo con cuidado sobre el vidé. Las miró a través del espejo. Le pareció que estaban más blancas que nunca. Sus alas nunca habían estado más inmaculadas, tan llenas de luz. Las contempló con cuidado, como si con sólo mirarlas las pudiera romper. Nacían entre sus omóplatos, recubiertas de un suave plumón y, a medida que crecía, las plumas eran más grandes y aterciopeladas, hasta llegar a las puntas, dónde adqurían forma de navaja.
En el nacimiento aún podían verse dos cicatrices rojas, aunque cada día se tornaban más rosáceas y pronto desaparecerían.
Unos golpes vacilantes resonaron en la puerta. El joven prodeció a volver a colocarse la camiseta y dirigirse a la entrada. Pensó en volver hacia atrás y colocarse el arnés de cualquier manera, pero los golpes se hacían insistentes y, a fuerza de creer que sería algo importante, decidió apretar lo máximo posible sus alas contra la espalda y no dejarse ver mucho. Abrió la puerta cuidadosamente. Su rostro se ensombreció al descubrir que era Diego Labeoux, que lo miraba de arriba abajo con aire de superioridad, entrecerrando sus ojos color hielo.
-Vaya, le veo mucho más recuperado, señor Houdson- Dijo con falso respeto- Veo que ha remitido usted en sus patéticos intentos de suicidio.
-En absoluto- Contestó haciendo esfuerzos por sonreir- Me estoy dando un tiempo.
-También observo que no ha perdido su sentido del sarcasmo, Danyel.
El joven se preguntó si se sentiría culpable asesinándolo. Probablemente, no.
-El sarcasmo es una defensa natural del cuerpo frente a los idiotas. Por eso se me dispara cuando estoy con usted.
Una sonrisa prefabricada se dibujó en el rostro de Diego. La tensión podía cortarse con un cuchillo y el odio era más que palpable.
-¿A qué ha venido?- Preguntó Danyel con frustración.
-Su madre me ha enviado a decirle que no cometa ninguna idiotez.
-No sé a lo que se refiere.
-Si lo sabe. Si pone un pie en el convento de Saint Mark, será desterrado de su familia.
-Así que es eso. ¿Cómo consigue mi madre enterarse de todo?
Diego se encogió de hombros. Y él que sabía, se dijo Danyel, tan sólo era un simple noble a las órdenes de una reina.
-Dígale a mi señora madre que no meta su distinguida nariz dónde no la llaman, gracias.- Acto seguido cerró la puerta, dejando al mensajero con la palabra en la boca. El joven sabía que desafiar a su madre era un suicidio social, y que él era tan importante en la familia como lo era ella y no podía permitirse el lujo de investigar por su cuenta. Su papel era asistir a fiestas y reuniones y ser el hijo perfecto al que toda madre le gusta y toda abuela desea tocar y estirar sus mejillas.
Tras su intento fallido de entrar en Lux Aeterna, su familia había tenido que retirarse de la sociedad por miedo a habladurías y rumores. Hacía poco que habían vuelto a aparecer en público y la gente había preferido olvidar el incidente con la oveja negra de los Houdson. A pesar de todo, Danyel tenía claro que dentro de unos minutos estaría en la estación que lo llevaría al Pennsylvania, dónde se reuniría con Rose Mont Blanc, en un intento de descubrir la verdad que lo atormentaba y el extraño vacío que sentía.

1 comentario:

  1. ola siento n haberla leido antess, m encanta voy a leer los siguientes xDD,

    ResponderEliminar